Papá fumaba cigarros Marlboro. Su tabaquismo lo llevó al límite de una cirugía de faringe por un tumor, pero nunca dejó el cigarrillo. A hurtadillas, aprovechaba cualquier salida furtiva para «echarse unas bocanadas» como él decía fuera del departamento. Los arbustos se convirtieron en sus aliados al convertirse en los escondites perfectos del pitillo.
El tabaquismo no fue lo peor en términos de salud, le aquejaba la diabetes desde varios años atrás, lo cual lo obligó a inyectarse insulina todos los días y de forma inesperada, le llegó también el cáncer de próstata, mismo que ameritó una cirugía en agosto del 2017, tan solo unos días antes del gran sismo que azotó a la Ciudad de México en septiembre de ese año. No se recuperó del todo, a su egreso hospitalario le siguió el uso de diálisis durante algunas semanas y el abandono de su actividad favorita: correr.
A inicios del 2018 mi padre tuvo una caída que lo llevó de regreso al hospital al área de urgencias, le hicieron los estudios cotidianos que no arrojaron nada alarmante, excepto el cuidado riguroso de su diabetes y el reposo. Correr no volvería a estar en sus planes.
Con el paso de los días papá se volvió lento para caminar, casi arrastraba la pierna derecha y perdía el hilo de la conversación a menudo, también perdió las llaves y su identificación oficial en repetidas ocasiones. La familia opinaba que «era normal» por su edad y porque el alzheimer es un padecimiento que aqueja a las personas adultas mayores. Lejos estábamos de la verdad.
Para el mes de agosto llegó lo peor: un día cualquiera, mientras papá miraba la televisión se cayó de la silla, se convulsionó y perdió el sentido de orientación. Mi hermano lo llevó de nuevo al hospital y ya no hubo retorno: un invasivo deterioro cognitivo le estaba mermando la cordura, pasó casi tres semanas en el hospital y al salir, dependía de apoyo para bañarse y caminar, comía lentamente y olvidaba dónde estaba o quién estaba con él.
Los siguientes diez meses representaron un largo y sinuoso camino: medicamentos, cuidadores, visitas médicas, dieta especial, pérdida de memoria, desorientación y poco a poco, pérdida de habilidades como comer, caminar e ir al baño.
Papá falleció el 11 de junio de 2019, un fulminante infarto cerebro vascular «lo desconectó» definitivamente de la realidad, superó las primeras 72 horas determinantes, pero la flema que le causaba su infección de garganta lo asfixió y derivado del accidente vascular ya no tendría autonomía.
Llegamos tarde a su diagnóstico real: padecimiento de multi infartos cerebrales a causa de obstrucción de la arteria izquierda que ameritaba cirugía, aunque por su edad y condición significaba un riesgo y cero garantías de mejoría. La razón, una combinación de su diabetes mal controlada, el tabaquismo y la falta de actividad. El aislamiento provocado por la cirugía del cáncer le cobró factura.
En aquel entonces, la información respecto a la mal llamada «demencia» en adultos mayores era limitada, existían muy pocos especialistas en materia de geriatría y más aún, en geriatría y neurología. Los neurólogos que revisaron a papá pasaron por diagnóstico de cuerpos de Levy, Alzheimer, Parkinson, etc.; sin embargo, papá era capaz de responder a las preguntas de los médicos en cada consulta, recordaba lo que había desayunado, su rutina y algunos datos personales. Decían que era a causa de sus reservas mentales gracias a su fanatismo lector.
Hoy, día mundial del cerebro, escribo para otras familias con adultos mayores que pierden la memoria a ratos, para que se informen, pregunten, agoten posibilidades y principalmente, que rodeen de amor, ternura y paciencia, que acompañen y comprendan que nuestros adultos mayores ya dieron lo mejor de sí mismos a sus familias y que toca cuidar de ellos como si fueran niños otra vez.
La salud mental es vital no sólo para los adultos mayores sino para toda la población porque el cerebro es el capitán del barco llamado organismo y sin él, todo pierde sentido.
¡Por cerebros más sanos y adultos mayores rodeados de amor!
Por: Elizabeth Cruz R.